Se podría decir que todo el mundo en un momento de su vida ha coleccionado alguna cosa, desde los típicos cromos, que los domingos cambiábamos en el Mercado de Sant Antoni en Barcelona o cualquier cosa que se nos ocurra coleccionar, en este caso será sobre relojes.
El coleccionismo nace de guardar ajuares funerarios. Ya en la antigua Grecia se custodiaban tesoros en los templos y en Roma se coleccionaban los objetos procedentes de botines y donaciones, continuando siendo los templos los lugares de depósito. A partir del siglo XV ya aparece la palabra coleccionismo. En el testamento de la Reina Isabel la Católica ya se habla de tres relojes en herencia.
Solo la gente de alto poder adquisitivo, como por ejemplo realeza, la alta cúpula de la iglesia y después la clase acomodada vieron que el hecho de unir la tecnología con el hecho de montarlo en cajas lo convertían en algo precioso, y a su vez valioso, cuando las a mismas cajas se les añadían piedras preciosas.
Era tal el interés por el coleccionismo que Doña Mariana de Austria tuvo a su servicio al relojero Francisco Felipini para mantener sus relojes en perfecto funcionamiento. Era tal la pasión por no decir amor por los relojes que se poseían que, May Ruiz Troncoso en el Libro El Palacio Del Tiempo del Museo de relojes de Jerez, nos permite leer que en 1360 el poema L´Horloge Amoreus de Jean Froissart que describía las piezas de un reloj de forma muy lírica, comparando cada pieza con un aspecto de la relación amorosa, inspirándose en un reloj del rey Carlos V de Francia, del Palacio de Versalles.
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